Saltar al contenido

Insomnia

22 enero, 2010

A la hora de dormir, un señor G. sufría de insomnio. Intentó todo tipo de terapias y métodos: hipnosis, somníferos, ejercicio suave, vaso de leche caliente, contar ovejas, lectura ligera. Con ellos, lo único que lograba era convertir su insomnio en un infinito sueño inconsolable.
Para compensar por su natural falencia, solía acostarse temprano, calculando que tardaría unas 4 horas en consolar el sueño y podría dormir unas 5 horas; insuficientes y turbulentas, nunca profundas. Empezaba con recostarse boca arriba y mirar el techo un largo rato. Metía los brazos bajo la cobija para no irse a enfriar, sin embargo al rato se sentía como momificado por el edredón de plumas. Se veía a sí mismo como un Tutancamón empiyamado y esto lo escalofriaba y terminaba por obligarlo a sacar los brazos y ponerlos sobre el edredón. Pero esa posición tampoco funcionaba. Se figuraba que así, con los brazos sobre las cobijas y mirando al techo, solo duermen las caricaturas y que era más bien la posición insignia del insomne. Además se le enfriaban los brazos y se veía obligado a restablecer su temperatura corporal volviendo a la primera posición.
Luego de volver a calentar sus brazos dentro de las cobijas optaba por echarlos arriba, escurriendo su cuerpo un poco dentro de la cama. Esta posición le permitía relajarse un rato y entrever la oscuridad que está al otro lado del túnel de la vigilia, esa oscuridad donde se reflejan apenas los sueños. Pero el Señor G. no cantaba victoria aún. Cuando sus visiones empezaban a volverse color pastel (y era evidentes que ya eran de ese otro lado) en vez del azul grisáceo de las siluetas oscuras de su lámpara y escritorio un calambre atacaba su mano izquierda y lo lanzaba de nuevo a la vigilia, obligándolo a bajar su brazo y permitir que su corazón bombeara tranquilamente sangre a la extremidad contorsionada. Para entonces ya tenía las espaldas agotadas y optaba por acostarse boca abajo, con la cara ligeramente ladeada hacia la derecha para poder respirar.
Boca abajo, optaba por poner un brazo en dirección de sus pies y el otro sobre la almohada. Algo así como un baile de robot se vería en stop. Todo en orden, tal vez así lograría pasar la noche. Pero de pronto una pluma se metía en su nariz excesivamente cercana a la almohada, o su cuello se tensionaba por estar así doblado y el Señor G., obligado a idear otro plan, exhalaba desconcertado. Volteaba la cabeza y el brazo que había estado abajo subía y el de la almohada bajaba. Era como adelantar un segundo la coreografía del robot y de nuevo pausa. Pero al poco tiempo el Señor G. se veía obligado a sentarse precipitadamente en un ataque de estornudos y tos, pues aparentemente había inhalado una comunidad entera de ácaros.
Prendía la luz desconsolado y tomaba un vaso de agua, estiraba la espalda como le había explicado el terapista e intentaba pensar en “cosas bonitas”, aunque ya a esa altura de la noche bien habría podido cometer un asesinato por “ira e intenso dolor”. Miraba el reloj y descubría que aún faltaba mucho para que la alarma lo liberara. Apagaba la luz, esperaba a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra y se acostaba de medio lado, sobre el costado derecho. El hombro derecho se bamboleaba, quedaba primero hacia adentro y luego hacia afuera y el brazo correspondiente le dolía y se movía acorde al hombro y era imposible ubicarlo de forma tal que no estorbara. El Señor G se volteaba pero el brazo izquierdo se rehusaba a quedar sometido a la presión de todo el cuerpo e insistía en salirse de allí, quedando extrañamente estirado sobre la cama, en una posición perpendicular al cuerpo del Señor G. Nada natural.
Hasta aquí, había sido una noche como todas. En cualquier momento volvería a empezar la rutina y el Señor G se acomodaría mirando al techo con los brazos bajo el edredón. Pero esta era una noche revolucionaria, una noche que cambiaría el curso de los acontecimientos nocturnos para siempre.
El Señor G se enderezó y exhaló profundamente. Lo había estado pensando durante días y noches, pero nunca se había atrevido a hacerlo. Pero era la hora, era el momento de rehusarse para siempre a enfrentar los acontecimientos. El Señor G. visualizó su meta, inhaló todo el aire que le cupo en los agotados pulmones (cerró los ojos, a pesar de que estaba oscuro) y con un movimiento mecánico desajustó su brazo derecho desde el hombro. Palpó en la oscuridad, con la mano izquierda, las coyunturas de su hombro derecho y fue soltándolas una a una. Una vez hecho esto, tomo con cuidado el brazo desarticulado por donde suponía se encontraban los tríceps y jaló suavemente, hasta que el brazo cedió haciendo un indoloro crack. Lo puso en el piso, se lo volvería a poner apenas despertara en la mañana.
El Señor G se acomodó de medio lado sobre el costado desbrazado y no ya sobre el hombro o una extremidad rebelde. Ninguna fricción lo perturbó, no sintió ningún calambre, no se mecía sobre nada, su nariz estaba a una distancia prudente de las plumas y los ácaros. Empezó a contar ovejitas, pero ni siquiera llegó a la segunda decena, se quedó dormido profundamente.

De repente sonó la alarma y el Señor G. abrió los ojos feliz. Se agacho y recogió el inerte brazo derecho. Lo acomodó en su lugar, uniendo con cuidado cada una de las coyunturas, hizo un leve movimiento empujando hacia adentro y oyó el conocido crack. Lo estiró como le había enseñado el masajista, movió cada uno de los dedos de las manos, y prendió la luz. Todo en orden, no se veían nubes en el cielo. Sería un bonito día, y tendría muchas bonitas noches por delante.

Minded tacoons, by Newsweek

5 enero, 2010

Check this out. What I learned? Trust yourself, BE NICE, work on selfesteem, be good to other’s, be honest, BE NICE,be yourself, thus BE AUTHENTIC, try to good look on pictures? …work hard, dream hard, BE NICE

Nothing any Disney movie (YES I am from a Disney generation) didn’t taught us, but it’s cool anyway.

Opinion sobre las opiniones

5 enero, 2010

A veces, me parece inmensamente pedante escribir ensayos. Es como si pensara que tengo algo que decir que deba ser escuchado, que ha de salvar al mundo. No malentienda esto, señor lector, no tengo una falta garrafal de autoestima, se llama realismo. Primero he de leer mucho, leer a los que han ya leído y han forjado una opinión antes de venir yo a escribir la mía.

Leyó bien, si señor. Tengo una opinión. Pero la hablo, la discuto, la transformo oralmente. ¿Escribirla? Sería condenarla a estarse quieta, sería dar el tema por concluido. Y aún no. Por eso, prefiero escribir historias. En ellas dejo que mis personajes imperfectos (porque son humanos) sean mis pensamientos, que ellos los lleven y que en ellos crezcan. Que ellos sean las miles de opiniones y contra-opiniones que yo no puedo ser, pero que tengo.

Porque soy muchas opiniones, unas que se contradicen, otras que no tienen nada que ver la una con la otra, todas cambiantes constantemente. Si me pregunta qué opino respecto a algo puede que le responda algo distinto a lo que le hubiera dicho hace par de meses o a lo que le diría mañana. Y no es hipocresía, es que aún aprendo. Espero no dejar de aprender, lo admito. Me permito ser muchas, cambiar constantemente, dejar que los factores me afecten y me eduquen.

Aún soy un dado que lanzo y revela diferentes caras, que dependen del juego, de la hora, del compañero. No me gustan todas mis caras (hay algunas con residuos de ese acné adolescente), pero todas son mías, señor lector.

Aún así, que júzgueme por mis opiniones. Pero también juzgue por como éstas cambian, para bien espero, por cómo crecen, por cómo maduran. Creo que las opiniones finales serán las más ambiguas y las sólidas del inicio, bueno, ojalá haga de ellas un buen cuento.

Supervivencia

4 enero, 2010

Hay días en que me siento grano.

Es una avalancha que se ve venir, como cuando llueve mucho y dicen que se está aflojando la tierra, que si no sale el sol se va a venir un alud. Pues en efecto, cuando no me compro la crema o me despisto o simplemente así lo quiere el que sea que designe las protuberancias de mi cara, hay días en que soy grano.

Empieza con una molesta hinchazón, a veces acompañada de una rasquiña o de un molesto dolor. Siento cómo bajo la inofensiva apariencia de mi piel empieza a bullir la lava de pus y a buscar una salida. A la mañana siguiente aparece de la nada ese huésped indeseado.

No es un grano cualquiera. Es un volcán en erupción que arrastra consigo piedras y ráfagas de viscosidades que eliminan de mi cara cualquier tipo de expresión o miembro que no sea grano o hinchazón. Mis ojos, mis labios, el lunar que también tiene mi papá y hasta la cicatriz de la varicela desaparecen y yo me vuelvo grano. Me miro en el espejo y es lo único que veo: Un Grano.

Mi primera reacción es simular un ataque cardiaco, pero ante la evidencia de que mi corazón siga funcionando me lavo las manos y mis uñas  intentan desesperadamente sacar el relleno de esa abertura, lo que resulta en una ampliación de la boca escupidora y, como no, en un brillante recubrimiento de sangre.

Mi cara-grano pide ayuda, pero el mundo tiene que seguir y yo debo salir así, sin cara, al mundo. Todos lo notan. Ya nadie mira mis ojos o mis labios cuando hablo, no señor: soy grano.

Un día me despierto y ya se ha encogido, es solo un pequeño cráter, mis facciones vuelven a mi, poco a poco me reencuentro en el espejo. Ya no soy grano, soy sobreviviente o no, mejor, soy superviviente. Porque aún frente a los granos tengo mucho que hacer, sacar la cara, sacarla para que la vean en vez de a él, al grano.

Barba de Chivo

4 enero, 2010

Luego de mucho esforzarse, de mucho estudiar Simón logró entrar a la Academia.

Había pasado muchas noches sin dormir, conocía de memoria el recorrido de la luna en el cielo; había dejado de hablar con sus amigos, había olvidado el cumpleaños de su madre. Se había leído todos los libros de la biblioteca de su casa, luego siguió con los de la casa de su abuela y, después, con los que le presto un profesor del colegio. Más tarde, se había concentrado en entenderlos y, por fin, era ahora que todos sus esfuerzos daban su fruto: Era un alumno de la Academia.

La Academia era el instituto de aprendizaje más prestigioso. Allí se habían formado sabios como Salomón o Alberto Piedraúnica, por sus salones habían pasado prodigios de las artes y de las letras. De las paredes del imponente edificio, ubicado en la parte antigua de la ciudad, colgaban los retratos de todos ellos, colgaba el retrato del abuelo de Simón. Allí mismo estaría colgado en unos años el serio y lampiño semblante de Simón.

Así que Simón llegó a su primer día de clase; aunque antes llamó a sus amigos, se reportó como vivo, se compró una nueva camisa y se mandó cortar el pelo para impresionar a sus co-académicos. Allí, lo sorprendió lo que vio o, más bien, lo que no vio: imaginaba entrar al edificio y encontrarse con un montón de seres olímpicos, serios, sumergidos en profundas cavilaciones. Sin embargo eran todos muchachos flacuchentos o regordetes, altos o bajos, con pantalones deportivos y pelo despelucado. Hablaban fuerte mientras fumaban o tomaban tinto, sobre temas poco trascendentales: el partido de futbol del domingo, la rumba del viernes. Simón creyó que se encontraría con un panorama diferente cuando conociera a los profesores, académicos ya formados, ya más parecidos a los serios retratos de las paredes. Pero a su primera lección llegó la profesora tarde refunfuñando sobre la administración del establecimiento y disculpándose porque había tenido que llevar a su hijo al colegio luego de que éste perdiera el bus del colegio.

Un poco desconcertado sacó el texto a tratar mientras todos se reían y bromeaban entre ellos. Le dirigían miradas amistosas, pero él, totalmente desconcertado, no era capaz de corresponderlas. Empezó la lección. El autor manipulaba un montón de términos mientras guiaba a los lectores por un difícil texto sobre las metáforas, metaforizando palabras que eran del uso común y dándoles significados extrapolados que confundían al más hábil metaforizador. Los demás estudiantes asentían y hacían inteligentes comentarios en sus desenvueltas posiciones mientras Simón empezaba a sentir náuseas en un remolino de términos que lo alejaba del mundo real (¿real?). Un muchacho bastante letrado en el asunto hablaba mientras un yoyo subía y bajaba desde su escritorio, hacía apuntes brillantes que levantaban el ánimo de la discusión y la llevaban a abismos profundos y oscuros. Una chica de botines morados se exasperaba y alzaba la voz mientras revoloteaba con sus aretes, unas largas cadenitas brillantes. Simón se sorprendió de que no se le cayera la oreja. La profesora intervenía sin interrumpir el incesante crujido de sus cuasi artríticos dedos que se movían en contorsiones impresionantes, los calmaba y planteaba otra pregunta. Un muchacho regordete del frente aportaba constantemente sin levantar la voz y sin interrumpir el diligente acto de comerse un pastel de chocolate. Simón veía esto dar vueltas a su alrededor todos los días, en todas las clases sin comprender nada y se sentía el más miserable, el más ignorante de todos. Abandonó la esperanza de ver su retrato colgado en la pared.

Empezó a soñar con botines morados y ponqués de chocolate que ponían en duda la relatividad de su existencia y le hablaban de fenómenos alquímicos. Soñaba con yoyos que giraban en torno de ecuaciones de algebra que tenían como resultado la suma de todos los números que seguían a pi. Lo perseguía el artrítico crujir de los galeones chinos que llegaron al Perú y Simón corría por los caminos de los andes creados por los incas y terminaba en Roma, en el Coliseo, dónde se lo zampaba un león.

Le salieron ojeras, perdió tres kilos, se volvió adicto al tinto y aprendió a fumar. Poco a poco empezaba a entender las clases, pero esto le costaba demasiado esfuerzo y le era imposible llegar al fondo de las problemáticas o de tomárselo a la ligera, como hacían sus compañeros. Empezó a rascarse el mentón y poco a poco descubrió que esto lo calmaba.

Se rascaba el mentón al leer, al escuchar los raciocinios de sus compañeros o las conferencias de los Profesores. Se rascaba el mentón y descubría que así entendía algo de todo ello. Un día descubrió que le empezaba a salir barba. Al principio fueron solo unos pocos pelos negros que salieron justo en la punta de la cumbamba, pero que él fue acariciando y cultivando con mucho cariño. Los miraba en el espejo todos los días y le encantaba sentir el tacto de pequeños alfileres que tenían. Una mañana  mientras discutían un tema particularmente difícil de las profecías de Nostradamus analizadas desde la óptica cuántica y valiéndose del argumento de que “Dios está muerto” hizo click. Sintió como un mecanismo interior se desataba, como las ideas surgieron de su estómago y cómo un hormigueo que venía desde las plantas de sus pies subía por toda su columna. Frenéticamente jalaba los pelitos de su cumbamba mientras sentía cómo se cocinaba en su interior la primera bandeja de comprensión en una de aquellas clases, el primer comentario debatible que saldría de su boca. Sus dedos se movían y se movían y las profecías daban vueltas entre ecuaciones y textos por su mente y no se dio cuenta cuando tenía un mechoncito entre el índice y el pulgar, ni cuando éste mechoncito ya le daba dos, tres vueltas al dedo corazón, ni cuando se entretejió por toda la mano. Pensaba y pensaba y no notó que sus manos trabajaban en una larga trenza ni que la cola de ésta se zarandaba frente a los botones de su camisa polo. De pronto se iluminó, se paró, no, más bien saltó de su asiento y habló.

Todo el mundo calló, lo miraron. El profesor asintió, los alumnos sonrieron y una emocionante discusión se desató al respecto de su aporte.

A la salida del salón todos lo felicitaron “me gusta tu trenza”, “barba de chivo, no se me hubiera ocurrido”, “Así que eso era lo tuyo, casi pensé que te ahogarías mirándome las orejas sin entender el objetivo de los largos aretes”. El gordo abrió su maleta y le ofreció un poco de uno de los miles de ponqués que cargaba, uno para cada clase.

Simón declinó el ofrecimiento, se hecho la barba sobre el hombro y habló de futbol y del concierto al que planeaba asistir el viernes.

Luego de un tiempo, Simón se graduó con honores y con una larguísima trenza que le llegaba hasta el ombligo. Nunca volvió a soñar con ecuaciones, ni los textos volvieron a marearlo. Muchos años después volvió a la Academia para asistir a la ceremonia del retrato. Estaba justo sobre la escalera, al lado de una señora de dedos artríticos y de un gordo señor que, inclusive en pintura, tenía algo de dulce pegoteado en la camisa. El retrato que colgaron ese día era el de un hombre con una larga Barba de Chivo, era Simón.

El extraño caso de la mano de Gregorio

19 diciembre, 2009

Una mañana, el despertador del reloj no sonó. Gregorio, de naturaleza distraída e imaginativa, se despertó desorientado en su propia habitación. La luz era demasiada: normalmente se despertaba en la penumbra y cuando los pájaros apenas cantaban. Esa mañana,  en cambio lo despertaron los rayos del sol que se colaban por la persiana picoteando su cara y el canto alborotado de los pájaros. Iba tarde. Saltó de la cama, se metió en la ducha y salió lo suficientemente rápido como para haberse mojado el pelo apenas. Se vistió sin detallar en lo que se ponía y salió como un rayo de su cuarto, no sin antes haber sacado de la despensa una torta de chocolate para luego comer de desayuno.

Se escurrió por las escaleras temeroso de caerse y partirse el pescuezo o de ser atacado por uno de los perros del molesto vecino del piso de abajo. Sentía una ligereza extraña al bajar, como si pesara menos, como si su cuerpo hubiera dejado una parte de su peso atrás. El maletín lo perseguía firmemente sujeto por su brazo izquierdo y se bamboleaba contra las paredes mientras él salía despedido del edificio.

Apenas pisó la acera de afuera vio el autobús B18, su número, y dio un salto tan largo para alcanzarlo que hubiera merecido un premio en los olímpicos. Sorprendido por su repentina agilidad, agarró la varilla con la mano izquierda y puso el maletín entre sus piernas. El autobús iba tan lleno que no sentía el piso bajo sus pies sino que más bien se sostenía entre espaldas, codos y clavículas ajenas.

Se apretujó en una parada, junto con la mayoría de los pasajeros, y de pronto se encontró parado en la bulliciosa calle, con el maletín en la mano izquierda, frente al edificio de la compañía dónde hacía la práctica empresarial. El reloj holográfico del centro comercial de la esquina anunciaba las 7 y 56. Justo a tiempo.

Confundió de nuevo la noción de sus miembros cuando se introdujo en el ascensor, pero se las arregló para llegar al cubículo que le habían asignado a las 8 y 1. Su supervisor no notó la demora. Dejó el maletín en el suelo y se disponía a quitarse la chaqueta cuando notó que la sensación de ligereza no lo había abandonado. Sorpresivamente su mano izquierda tendía a aferrarse de los botones superiores del abrigo y se rehusaba rotundamente a sacar el ponquecillo de chocolate del maletín que ya estaba en el piso.

Con la mano derecha intentó bajar la mano izquierda de los botones superiores del abrigo, pero al despegarla solo consiguió que esta se elevara y se levantara sobre su cabeza y se bamboleara ridículamente como si él fuera un alumno desesperado por revelarle al maestro que conoce la respuesta al acertijo del tablero. La paciencia se le iba agotando y la maldita mano seguía revoloteando por los aires y obligándolo, inclusive, a levantarse un poco de la silla giratoria.

Entre el bamboleo de la mano convertida en insufrible paloma, el ir y venir de la silla y las cada vez más frecuentes contracciones de rabia de su desobedecido dueño, el cubículo empezó a desbaratarse y los vecinos de trabajo a aglomerarse a su alrededor. Era una escena patética: un pobre muchacho luchaba contra una mano que lo levantaba del suelo a ratos, entre gritos, estrellones y un llanto desesperado e impotente. El estupor de los observadores se interrumpió cuando la mano alcanzó el techo y el joven alcanzó a estar hasta 50 centímetros sobre el suelo. El encargado de la caja se apresuró a tomarlo de los pies mientras le rogaba que no pataleara tanto. Alguien corrió a llamar a la policía, a lo bomberos, a una ambulancia, a todo el mundo.

Llegaron todos juntos como si de un incendio o de un crimen se tratara,  armados de gas lacrimógeno los unos, con escaleras y llaves gigantes los otros, con tanques de oxígeno y camillas los paramédicos. Venían listos para lo peor, pues la risa de la secretaria que había llamado a emergencias había sido interpretado cómo un histérico llanto por la operadora.

Los policías se desentendieron rápidamente, pero los bomberos debieron bajar al pobre Gregorio del techo y ayudar a los paramédicos a amarrarlo a él y a su brazo a una de las camillas. La mano sin embargo, continuó bailoteando y levantándose los pocos centímetros que las correas se lo permitían durante todo el trayecto hasta el hospital.

El primer diagnóstico de los paramédicos que atendieron la emergencia fue un ataque esquizofrénico acompañado de convulsiones focalizadas en la zona de los palmares mayor y menor del brazo izquierdo. Sin embargo,  Gregorio notó que así, amarrado a la camilla, estaba seguro de su mano  y se calmó. Al llegar al hospital del centro de la ciudad, estaba tan lúcido, que los médicos descartaron la esquizofrenia y empezaron una rutina extenuante de exámenes y radiografías. En ninguna de estos la mano dejó de bailar y revolotear. Muchas tomas fueron necesarias. Todo tipo de especialistas se acercaron a Gregorio y ninguno dio con una explicación razonable al repentino trastorno de la mano.

El frenesí duró todo el día y por la noche la mano no concilió el sueño. Gregorio tampoco. A la mañana siguiente una gorda enfermera acercó una silla a la cama de Gregorio para hacer el papeleo de su ingreso al hospital. Parecía que para colmo el seguro no cubriría los gastos originados por la mano descontrolada. Le entregó un papel que debía firmar, dónde enlistaban todas sus pertenencias al ingreso al hospital.

–          Muy bien,-dijo Gregorio- pero aquí no está mi reloj, y yo siempre lo llevo conmigo.

–          Señor, usted no vino con reloj. Su mano lo habrá sacudido de tanto moverse y lo habrá perdido.

De pronto un rayo iluminó la mente del joven paciente y todo se le hizo claro. La noche anterior al día delirante, llegar tarde a casa, desvestirse en la oscuridad, quitarse el reloj (cosa que nunca hacía), despertarse tarde, salir apresurado. El reloj abandonado en la mesa de noche. Su mano izquierda sin reloj, la ligereza del cuerpo, el peso del maletín. Era una ecuación perfecta.

Gritó de alegría y no se calmó hasta que el médico de guardia apareció dispuesto a inyectarle una dosis de calmantes suficiente para dormir a un elefante y toda su descendencia. Le explicó su hipótesis y en menos de una hora llegó el vecino de los perros, que tenía una copia de seguridad de la llave de su apartamento, con el reloj abandonado en la mesita de noche.

Fue así como Gregorio pudo caminar normalmente por el pasillo del hospital con la mano izquierda tranquila, inerte a la altura de sus muslos, balanceándose inocentemente al vaivén de su paso. Fue así como los doctores pesaron mil veces a Gregorio con reloj y sin él y al reloj sólo y con Gregorio. Concluyeron que, en efecto, el reloj de plata era lo suficientemente pesado (80gr) para desequilibrar el peso corporal de Gregorio y que era suficiente para mantener al sujeto, dado por carácter a la imaginación, atado al piso.

Nunca se volvió a quitar Gregorio el reloj y nunca volvió su mano a sobrevolar su cabeza. El reloj mantenía su mano y cuerpo en el piso y así Gregorio, tranquilo, podía poner su mente a volar sin que nadie más lo notara.

Destiny

17 diciembre, 2009

She was talking to a few friends sitting on a bench right in front of an old school building. The sun was setting and the sky was colorful. She laughed. Her teacher passed by and mentioned something about the essay; she smiled. As soon as the teacher left she quickly left and entered the building.

The mosquito was quietly waiting for some hot body to enter the dorm-room were he had found himself trapped right after sunset. He was on the corner, hidden on the shadow of the wooden door, barely visible for the distracted eye.

The stressed student entered. She threw her bag over the bed. She threw herself over the bed and threw the bag to the floor. She stood up. She looked at her image on the mirror hanging on the other side of the room. She didn’t see the mosquito. He had already seen her. Sssss. He started to agitate himself. He jumped from one corner to another not ready to attack yet. The student took out her laptop. Her phone rang. She hung up and put it away. She started tipping. No time for Facebook today. The mosquito approached her. Ssss. She thought she heard him. She didn’t see it. She shook her head. Ssss. He accommodated himself by the desk lamp. Not for long.  She continued tiping. Tap-Tap-Tap-Tap. He approached her again. Ssss right on her ear. She shook her head. Ssss on her left year; she slapped herself. Sss again. She stopped and looked annoyed. She went back to the tipping. The mosquito took some distance and patiently waited for a few minutes. The student took a deep breath and put some music; some old ragtime. The mosquito looked at the candent red spot in the middle of the dark room. He flew in her direction. The rapid song ended with a noisy chord. He bit her. She slapped herself.

“Le-litt Red ding-ri hood”

13 diciembre, 2009

Do you remember when you decided to speak backwards? I do; you were about to turn 11 years old.

It all started when you were in 4th grade. Back then, you used to go to a sleepover at least once a month. There was a particular house that you really liked to go to because the girl’s father, a really nice guy, told you stories like the werewolf or some Greek Myths. One time he told you “The Little Red Riding Hood” speaking backwards. I can still see how you told me all about “Le-litt Red ding-ri hood” (In case you don’t remember about it, that’s the way you say it in your “backwards-speaking system”) after I had, as always, picked you up. Of course I didn’t understand what you were talking about and you laughed at me. You were really excited about it. You pulled out a piece of paper and wrote “Little Red Riding Hood,” split the words by syllables and then turned them around. You took the paper with you and hang it on your door.

Even though you found that amazing, you soon forgot about it and the sign on your door was replaced by other posters and stickers. But since we both like music so much, I rented a film I love, Amadeus. You’ve seen it a couple of times, it’s the one about Mozart’s life and how another composer from the time, Salieri, apparently killed him. Anyway, there is this scene, right on the beginning, where Mozart is playing with a girl and he speaks backwards to her. She doesn’t understand him and he says that only really intelligent people can understand and do backwards-speaking. You were absolutely captivated by this idea. So you gave it a try. You developed a whole method to turn most of the words around as fast as possible.

–       It’s very easy.-you said – It’s only phonetic, you don’t really invert the whole word but only its syllables, the way the word sounds. So if you want to say garlic in “glish-en” (that´s the backwards word for English) you don’t say “cilrag” dad, that’s too complicated, you just split the word in “gar” and “lic” and invert their order. You get “Lic-gar.» – You smiled absolutely pleased with yourself.

We were cooking some “pasta pomodoro”, your favorite food, and I asked you how the word tomato would be. I was trying to play you a joke and you understood it immediately.

–       Tomato would be tomato. – We both laughed.

A few days later a couple of kids from you’re class started telling a small fragment of “Le-litt Red ding-ri hood” that they had learned by hard. You noticed a mistake somewhere and you told them so. They challenged you to do it right and you did. So they challenged you again, but this time to tell the whole story. You did that too. And while practicing, you decided that it would be fun to speak backwards and to look at people’s confused faces while listening to you speaking somewhat like English but definitely not English. That’s how Glishen was born.

Me and your mom had to learn some Glishen too, at least enough to understand you.

You started putting only a couple of glishen words in the middle of a sentence but you continued to talk in English most of the time. You would thank people by saying “u-thank” and you would say hello and goodnight “lo-he” and “night-good”. But slowly the quantity of words in English grew smaller and your capacity to turn words over improved immensely.

I once asked you how you did it and I discovered that my ten- year-old daughter had developed a complex method in order to speak her new language. Monosyllables were the same, you explained, although sometimes you turned them around also. I remember how the “Wolf ked-kno (knocked) the door: Konck, Konck, Kocnk” instead of “knock, knock, knock”. Words with 2 syllables were easy too: you just had to start by the ending and end by the beginning. It was “Sea-e”. I found words with three syllables very hard but you said I had to think of the middle sound as the central axis and do with the other two the same as before. I understood your logic, but it was really “zing-ma-a” how fast you could do it. When I asked you how you did with longer words you just answered:

– S’ That ree-ve ted-ca-pli-com. – and smiled. I loved that smile and its shiny brackets.

One day you came to the kitchen right before leaving for school and asked me to make you a sandwich instead of your usual cereal. I just thought you were hungrier today. That night you asked for pancakes; and I made pancakes. It was fine to have pancakes for dinner every once in a while. But you didn’t stopped there, you’re sudden appetite change didn’t changed back and you were now starting do things as homework in the morning or walking the dog in the afternoon instead of in the morning, as you always had. Your mom got a little concerned. I knew it was weird too, but I didn’t get too worried about it; I just kept thinking of it as an innocent game. You started to talk Glishen all the time and it seemed that it was getting hard for you to speak current English; you had already learned all the words in Glishen.

The summer came and your birthday was getting closer. So you’re grandmother asked you what you wanted for your 11th birthday. I remember exactly how you answered:

–       M’I not ing-go to turn ven-le-e. I am ning-tur nine. M’I ving-ha a wards-back day-birth.-

The poor woman asked if you were taking Arabic at school; she didn’t understand a single word. Unluckily for her, there were not too many monosyllables in that sentence. But I did: You were turning 9 again instead of 11, because you were going backwards.

I thought that it was time for you to return to the forward-going world. So I invented a game. I called it the “reverse-game” but I told you that it was called the “Backwards-game”.

There were three basic rules:

  1. Do everything backwards: Breakfast at morning, Dinner in the evening. Say “Thank you” and “Good night”
  2. Grow older instead of younger.
  3. Never think about it as a game. If you did so, you loose.

It took you a while to learn the game, but you eventually did. You have always been a smart girl. You started putting only a couple of English words in the middle of a sentence and slowly, the quantity of glishen words grew smaller. You also soon forgot that it was a game. However, you could never stop saying Lo-he as hello and you kept having sandwiches for breakfast.

I am telling you this because now that you are away in college and learning German (a language that might take me more than a couple of weeks to learn if necessary), you should be aware of your language-learning-skills and the sometimes odd methods you use for that. I would also like it if you don’t forget English this time. But what I really want you to remember is this: no matter what, I will always be willing to invent a game for you and to speak whatever language you decide to speak in. That’s what your dad (both forwards and backwards) is for. So go ahead and have fun, I will be home waiting for you to pass by and say hi; ready to make pancakes for dinner if you want me to, my Le-litt red ding-ri hood.