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Insomnia

22 enero, 2010

A la hora de dormir, un señor G. sufría de insomnio. Intentó todo tipo de terapias y métodos: hipnosis, somníferos, ejercicio suave, vaso de leche caliente, contar ovejas, lectura ligera. Con ellos, lo único que lograba era convertir su insomnio en un infinito sueño inconsolable.
Para compensar por su natural falencia, solía acostarse temprano, calculando que tardaría unas 4 horas en consolar el sueño y podría dormir unas 5 horas; insuficientes y turbulentas, nunca profundas. Empezaba con recostarse boca arriba y mirar el techo un largo rato. Metía los brazos bajo la cobija para no irse a enfriar, sin embargo al rato se sentía como momificado por el edredón de plumas. Se veía a sí mismo como un Tutancamón empiyamado y esto lo escalofriaba y terminaba por obligarlo a sacar los brazos y ponerlos sobre el edredón. Pero esa posición tampoco funcionaba. Se figuraba que así, con los brazos sobre las cobijas y mirando al techo, solo duermen las caricaturas y que era más bien la posición insignia del insomne. Además se le enfriaban los brazos y se veía obligado a restablecer su temperatura corporal volviendo a la primera posición.
Luego de volver a calentar sus brazos dentro de las cobijas optaba por echarlos arriba, escurriendo su cuerpo un poco dentro de la cama. Esta posición le permitía relajarse un rato y entrever la oscuridad que está al otro lado del túnel de la vigilia, esa oscuridad donde se reflejan apenas los sueños. Pero el Señor G. no cantaba victoria aún. Cuando sus visiones empezaban a volverse color pastel (y era evidentes que ya eran de ese otro lado) en vez del azul grisáceo de las siluetas oscuras de su lámpara y escritorio un calambre atacaba su mano izquierda y lo lanzaba de nuevo a la vigilia, obligándolo a bajar su brazo y permitir que su corazón bombeara tranquilamente sangre a la extremidad contorsionada. Para entonces ya tenía las espaldas agotadas y optaba por acostarse boca abajo, con la cara ligeramente ladeada hacia la derecha para poder respirar.
Boca abajo, optaba por poner un brazo en dirección de sus pies y el otro sobre la almohada. Algo así como un baile de robot se vería en stop. Todo en orden, tal vez así lograría pasar la noche. Pero de pronto una pluma se metía en su nariz excesivamente cercana a la almohada, o su cuello se tensionaba por estar así doblado y el Señor G., obligado a idear otro plan, exhalaba desconcertado. Volteaba la cabeza y el brazo que había estado abajo subía y el de la almohada bajaba. Era como adelantar un segundo la coreografía del robot y de nuevo pausa. Pero al poco tiempo el Señor G. se veía obligado a sentarse precipitadamente en un ataque de estornudos y tos, pues aparentemente había inhalado una comunidad entera de ácaros.
Prendía la luz desconsolado y tomaba un vaso de agua, estiraba la espalda como le había explicado el terapista e intentaba pensar en “cosas bonitas”, aunque ya a esa altura de la noche bien habría podido cometer un asesinato por “ira e intenso dolor”. Miraba el reloj y descubría que aún faltaba mucho para que la alarma lo liberara. Apagaba la luz, esperaba a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra y se acostaba de medio lado, sobre el costado derecho. El hombro derecho se bamboleaba, quedaba primero hacia adentro y luego hacia afuera y el brazo correspondiente le dolía y se movía acorde al hombro y era imposible ubicarlo de forma tal que no estorbara. El Señor G se volteaba pero el brazo izquierdo se rehusaba a quedar sometido a la presión de todo el cuerpo e insistía en salirse de allí, quedando extrañamente estirado sobre la cama, en una posición perpendicular al cuerpo del Señor G. Nada natural.
Hasta aquí, había sido una noche como todas. En cualquier momento volvería a empezar la rutina y el Señor G se acomodaría mirando al techo con los brazos bajo el edredón. Pero esta era una noche revolucionaria, una noche que cambiaría el curso de los acontecimientos nocturnos para siempre.
El Señor G se enderezó y exhaló profundamente. Lo había estado pensando durante días y noches, pero nunca se había atrevido a hacerlo. Pero era la hora, era el momento de rehusarse para siempre a enfrentar los acontecimientos. El Señor G. visualizó su meta, inhaló todo el aire que le cupo en los agotados pulmones (cerró los ojos, a pesar de que estaba oscuro) y con un movimiento mecánico desajustó su brazo derecho desde el hombro. Palpó en la oscuridad, con la mano izquierda, las coyunturas de su hombro derecho y fue soltándolas una a una. Una vez hecho esto, tomo con cuidado el brazo desarticulado por donde suponía se encontraban los tríceps y jaló suavemente, hasta que el brazo cedió haciendo un indoloro crack. Lo puso en el piso, se lo volvería a poner apenas despertara en la mañana.
El Señor G se acomodó de medio lado sobre el costado desbrazado y no ya sobre el hombro o una extremidad rebelde. Ninguna fricción lo perturbó, no sintió ningún calambre, no se mecía sobre nada, su nariz estaba a una distancia prudente de las plumas y los ácaros. Empezó a contar ovejitas, pero ni siquiera llegó a la segunda decena, se quedó dormido profundamente.

De repente sonó la alarma y el Señor G. abrió los ojos feliz. Se agacho y recogió el inerte brazo derecho. Lo acomodó en su lugar, uniendo con cuidado cada una de las coyunturas, hizo un leve movimiento empujando hacia adentro y oyó el conocido crack. Lo estiró como le había enseñado el masajista, movió cada uno de los dedos de las manos, y prendió la luz. Todo en orden, no se veían nubes en el cielo. Sería un bonito día, y tendría muchas bonitas noches por delante.

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