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Supervivencia

4 enero, 2010

Hay días en que me siento grano.

Es una avalancha que se ve venir, como cuando llueve mucho y dicen que se está aflojando la tierra, que si no sale el sol se va a venir un alud. Pues en efecto, cuando no me compro la crema o me despisto o simplemente así lo quiere el que sea que designe las protuberancias de mi cara, hay días en que soy grano.

Empieza con una molesta hinchazón, a veces acompañada de una rasquiña o de un molesto dolor. Siento cómo bajo la inofensiva apariencia de mi piel empieza a bullir la lava de pus y a buscar una salida. A la mañana siguiente aparece de la nada ese huésped indeseado.

No es un grano cualquiera. Es un volcán en erupción que arrastra consigo piedras y ráfagas de viscosidades que eliminan de mi cara cualquier tipo de expresión o miembro que no sea grano o hinchazón. Mis ojos, mis labios, el lunar que también tiene mi papá y hasta la cicatriz de la varicela desaparecen y yo me vuelvo grano. Me miro en el espejo y es lo único que veo: Un Grano.

Mi primera reacción es simular un ataque cardiaco, pero ante la evidencia de que mi corazón siga funcionando me lavo las manos y mis uñas  intentan desesperadamente sacar el relleno de esa abertura, lo que resulta en una ampliación de la boca escupidora y, como no, en un brillante recubrimiento de sangre.

Mi cara-grano pide ayuda, pero el mundo tiene que seguir y yo debo salir así, sin cara, al mundo. Todos lo notan. Ya nadie mira mis ojos o mis labios cuando hablo, no señor: soy grano.

Un día me despierto y ya se ha encogido, es solo un pequeño cráter, mis facciones vuelven a mi, poco a poco me reencuentro en el espejo. Ya no soy grano, soy sobreviviente o no, mejor, soy superviviente. Porque aún frente a los granos tengo mucho que hacer, sacar la cara, sacarla para que la vean en vez de a él, al grano.

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