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Barba de Chivo

4 enero, 2010

Luego de mucho esforzarse, de mucho estudiar Simón logró entrar a la Academia.

Había pasado muchas noches sin dormir, conocía de memoria el recorrido de la luna en el cielo; había dejado de hablar con sus amigos, había olvidado el cumpleaños de su madre. Se había leído todos los libros de la biblioteca de su casa, luego siguió con los de la casa de su abuela y, después, con los que le presto un profesor del colegio. Más tarde, se había concentrado en entenderlos y, por fin, era ahora que todos sus esfuerzos daban su fruto: Era un alumno de la Academia.

La Academia era el instituto de aprendizaje más prestigioso. Allí se habían formado sabios como Salomón o Alberto Piedraúnica, por sus salones habían pasado prodigios de las artes y de las letras. De las paredes del imponente edificio, ubicado en la parte antigua de la ciudad, colgaban los retratos de todos ellos, colgaba el retrato del abuelo de Simón. Allí mismo estaría colgado en unos años el serio y lampiño semblante de Simón.

Así que Simón llegó a su primer día de clase; aunque antes llamó a sus amigos, se reportó como vivo, se compró una nueva camisa y se mandó cortar el pelo para impresionar a sus co-académicos. Allí, lo sorprendió lo que vio o, más bien, lo que no vio: imaginaba entrar al edificio y encontrarse con un montón de seres olímpicos, serios, sumergidos en profundas cavilaciones. Sin embargo eran todos muchachos flacuchentos o regordetes, altos o bajos, con pantalones deportivos y pelo despelucado. Hablaban fuerte mientras fumaban o tomaban tinto, sobre temas poco trascendentales: el partido de futbol del domingo, la rumba del viernes. Simón creyó que se encontraría con un panorama diferente cuando conociera a los profesores, académicos ya formados, ya más parecidos a los serios retratos de las paredes. Pero a su primera lección llegó la profesora tarde refunfuñando sobre la administración del establecimiento y disculpándose porque había tenido que llevar a su hijo al colegio luego de que éste perdiera el bus del colegio.

Un poco desconcertado sacó el texto a tratar mientras todos se reían y bromeaban entre ellos. Le dirigían miradas amistosas, pero él, totalmente desconcertado, no era capaz de corresponderlas. Empezó la lección. El autor manipulaba un montón de términos mientras guiaba a los lectores por un difícil texto sobre las metáforas, metaforizando palabras que eran del uso común y dándoles significados extrapolados que confundían al más hábil metaforizador. Los demás estudiantes asentían y hacían inteligentes comentarios en sus desenvueltas posiciones mientras Simón empezaba a sentir náuseas en un remolino de términos que lo alejaba del mundo real (¿real?). Un muchacho bastante letrado en el asunto hablaba mientras un yoyo subía y bajaba desde su escritorio, hacía apuntes brillantes que levantaban el ánimo de la discusión y la llevaban a abismos profundos y oscuros. Una chica de botines morados se exasperaba y alzaba la voz mientras revoloteaba con sus aretes, unas largas cadenitas brillantes. Simón se sorprendió de que no se le cayera la oreja. La profesora intervenía sin interrumpir el incesante crujido de sus cuasi artríticos dedos que se movían en contorsiones impresionantes, los calmaba y planteaba otra pregunta. Un muchacho regordete del frente aportaba constantemente sin levantar la voz y sin interrumpir el diligente acto de comerse un pastel de chocolate. Simón veía esto dar vueltas a su alrededor todos los días, en todas las clases sin comprender nada y se sentía el más miserable, el más ignorante de todos. Abandonó la esperanza de ver su retrato colgado en la pared.

Empezó a soñar con botines morados y ponqués de chocolate que ponían en duda la relatividad de su existencia y le hablaban de fenómenos alquímicos. Soñaba con yoyos que giraban en torno de ecuaciones de algebra que tenían como resultado la suma de todos los números que seguían a pi. Lo perseguía el artrítico crujir de los galeones chinos que llegaron al Perú y Simón corría por los caminos de los andes creados por los incas y terminaba en Roma, en el Coliseo, dónde se lo zampaba un león.

Le salieron ojeras, perdió tres kilos, se volvió adicto al tinto y aprendió a fumar. Poco a poco empezaba a entender las clases, pero esto le costaba demasiado esfuerzo y le era imposible llegar al fondo de las problemáticas o de tomárselo a la ligera, como hacían sus compañeros. Empezó a rascarse el mentón y poco a poco descubrió que esto lo calmaba.

Se rascaba el mentón al leer, al escuchar los raciocinios de sus compañeros o las conferencias de los Profesores. Se rascaba el mentón y descubría que así entendía algo de todo ello. Un día descubrió que le empezaba a salir barba. Al principio fueron solo unos pocos pelos negros que salieron justo en la punta de la cumbamba, pero que él fue acariciando y cultivando con mucho cariño. Los miraba en el espejo todos los días y le encantaba sentir el tacto de pequeños alfileres que tenían. Una mañana  mientras discutían un tema particularmente difícil de las profecías de Nostradamus analizadas desde la óptica cuántica y valiéndose del argumento de que “Dios está muerto” hizo click. Sintió como un mecanismo interior se desataba, como las ideas surgieron de su estómago y cómo un hormigueo que venía desde las plantas de sus pies subía por toda su columna. Frenéticamente jalaba los pelitos de su cumbamba mientras sentía cómo se cocinaba en su interior la primera bandeja de comprensión en una de aquellas clases, el primer comentario debatible que saldría de su boca. Sus dedos se movían y se movían y las profecías daban vueltas entre ecuaciones y textos por su mente y no se dio cuenta cuando tenía un mechoncito entre el índice y el pulgar, ni cuando éste mechoncito ya le daba dos, tres vueltas al dedo corazón, ni cuando se entretejió por toda la mano. Pensaba y pensaba y no notó que sus manos trabajaban en una larga trenza ni que la cola de ésta se zarandaba frente a los botones de su camisa polo. De pronto se iluminó, se paró, no, más bien saltó de su asiento y habló.

Todo el mundo calló, lo miraron. El profesor asintió, los alumnos sonrieron y una emocionante discusión se desató al respecto de su aporte.

A la salida del salón todos lo felicitaron “me gusta tu trenza”, “barba de chivo, no se me hubiera ocurrido”, “Así que eso era lo tuyo, casi pensé que te ahogarías mirándome las orejas sin entender el objetivo de los largos aretes”. El gordo abrió su maleta y le ofreció un poco de uno de los miles de ponqués que cargaba, uno para cada clase.

Simón declinó el ofrecimiento, se hecho la barba sobre el hombro y habló de futbol y del concierto al que planeaba asistir el viernes.

Luego de un tiempo, Simón se graduó con honores y con una larguísima trenza que le llegaba hasta el ombligo. Nunca volvió a soñar con ecuaciones, ni los textos volvieron a marearlo. Muchos años después volvió a la Academia para asistir a la ceremonia del retrato. Estaba justo sobre la escalera, al lado de una señora de dedos artríticos y de un gordo señor que, inclusive en pintura, tenía algo de dulce pegoteado en la camisa. El retrato que colgaron ese día era el de un hombre con una larga Barba de Chivo, era Simón.

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